Desde que ha comenzado su segundo mandato, Trump está empeñado en demostrar que la hegemonía norteamericana continúa plenamente vigente, cuando cada vez es más evidente la desaparición del orden unipolar que surgió tras la caída de la URSS. A la política interna de mano dura contra la inmigración y de recorte de derechos sociales, se ha sumado una política exterior beligerante, de momento en el plano económico, y que probablemente terminará con intervención militar en los países que no se plieguen a sus designios. Guerra económica que sufrirán y pagarán los trabajadores estadounidenses y de otros países, mientras el capital se enriquece aún más, enarbolando las banderas del país que “defienden”.
La retórica supremacista y ultranacionalista, que en la primera legislatura se quedó más en exabruptos que en hechos, ha venido, esta vez sí, acompañada de una serie de medidas propias de cualquier régimen fascista de los años 30. Las detenciones arbitrarias y las deportaciones masivas, sin las mínimas garantías y en condiciones infrahumanas, aparte de reforzar la imagen del presidente, supone una campaña de terror para los trabajadores migrantes, legales e ilegales, que se traduce en “agacha la cabeza ante tu amo, aguanta la explotación y ni se te ocurra alzar la voz, o mañana mismo estás esposado en un avión de vuelta a tu país”. A esto se suma la creación en varios estados de grupos de caza recompensas con la misión de reportar a los inmigrantes ilegales a las autoridades con recompensas de 1.000 dólares. No es difícil imaginarse el perfil de quienes integren esta fuerza parapolicial, supremacistas blancos, neonazis armados y que seguramente no tendrán ningún reparo en apalear o abrir fuego contra quienes intenten cualquier mínima resistencia.
Ahora bien, quizá la mayor muestra de lo que será el trumpismo en esta segunda etapa es la limpieza étnica del pueblo palestino. Si bien todas las administraciones yanquis han sido cómplices de la ocupación y destrucción de Palestina, en su delirio, Trump, creyéndose el amo y señor del mundo, ha decidido que los palestinos deben ser deportados y su tierra convertida en un parque de atracciones para los israelíes y las elites económicas occidentales. Este plan no solo cuenta con el apoyo del gobierno sionista de Israel y sus sectores más radicales, sino que es visto por buenos ojos por una parte importante de la población israelí, que parece olvidar que ellos mismos llegaron a esas tierras como consecuencia de las deportaciones masivas realizadas por los nazis sobre los judíos europeos. Trump y Netanyahu, como Hitler en su momento, han decidido que necesitan un mayor espacio vital, y los palestinos tendrán dos opciones, o huir ahora o atenerse a las consecuencias después. Ante estas auténticas atrocidades, la UE y el resto de países vasallos guarda silencia, preocupada por no hacer enfadar al nuevo emperador.
Las réplicas de las decisiones de Trump no han tardado en hacerse notar a su vez en el resto del mundo, los Milei, Abascal, Orbán y el resto de ultraderechistas están envalentonados. Un ejemplo de esto es la retirada de Argentina por orden de Milei de la OMS o de los Acuerdos de París, siguiendo el ejemplo de Trump. La ola reaccionaria y la pérdida de derechos para la clase trabajadora se acelerará a nivel global. En definitiva, Donald Trump ha llegado a la Casa Blanca, prometiendo restaurar la gloria del imperio decadente, como Hitler en 1933. Junto a él está su Goebbels particular, un Elon Musk desquiciado que no tiene reparos en hacer el saludo romano en público y que es el recordatorio directo de que quienes realmente ostentan el poder son las elites económicas. Hoy resuenan con fuerza las palabras de Antonio Gramsci que encabezan este texto y que nos recuerdan como el monstruo del fascismo surgió en el claroscuro de los cambios que sacudieron Europa tras la Primera Guerra Mundial y que hoy, en un mundo en cambio, parece ser de nuevo una amenaza más que real. Cuando no ya una realidad innegable.